«La imagen de La Virgen Inmaculada llegó a La Floresta en volquetadas de arena”. Con esta frase inició la conversación María Rocío Montoya Muñoz, una adulta mayor que dedicó muchos años a la enseñanza y a la vida religiosa. Desde su hogar en Calasanz, antes conocido como El Coco, evoca los recuerdos de un amor que quedó suspendido en el tiempo, vinculado para siempre a una imagen encontrada en circunstancias insólitas.
De la Quebrada La Iguaná al altar de la fe
Y es que detrás de este hecho que desconocen los miles de feligreses que ingresan cada domingo al templo de La Floresta, hay una historia de amor, de esos amores que algún día dicen adiós, pero que luego son elevados y venerados en el recuerdo, como lo expresa Neruda: “ Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”.
La imagen- que hoy se encuentra a unos cuatro metros de altura- por la parte externa de la puerta principal del templo La Inmaculada Concepción en el barrio La Floresta, resultó ser un vestigio de una tragedia que ocurrió en 1880, cuando una avalancha, ocasionada por una creciente de la Quebrada La Iguaná, destruyó el templo de San Ciro en Robledo, hecho reseñado por el historiador Humberto Bronx (q.e.p.d) en el libro » La Aldea de Aná: El occidente del Río Medellín» y registros históricos.
La figura permaneció sepultada durante 77 años hasta que un día- del año 1957- mientras le llenaban la volqueta a Leónidas, él se fue a caminar por la ribera de la Quebrada La Iguaná, cuando descubrió los fragmentos de una imagen y la religiosa que coordinaba su labor le dijo que la llevara para el templo que estaban construyendo en La Floresta, y así lo hizo. El párroco de ese entonces con los feligreses se encargaron de su restauración.
Leónidas y María Rocío llevaban dos años de noviazgo cuando ocurrió el hallazgo. «Yo ayudaba en el Refugio Santa Ana. Lo recibí cuando llegó de Manizales a hospedarse allí y lo primero que me regaló fue un Cristo, diciendo: ‘Este será nuestro amigo para toda la vida’», recordó María Rocío. El hallazgo de la imagen quedó asociado a su relación, marcada por la fe y la promesa de un amor que parecía eterno.
El amor que se fracturó pero nunca murió
Sin embargo, el destino tenía otros planes. Cinco años después, su relación terminó abruptamente, cuando una amiga de María Rocío se interpuso. “Una amiga me lo quitó y yo me fui para el convento”, rememoró con nostalgia esta adulta mayor. Desde entonces, su vida la consagró al servicio religioso y, más tarde, a la escritura y la historia.
Cada vez que visita el templo en La Floresta, María Rocío contempla la imagen, desde una cafetería que se encuentra al frente: «Siempre pienso en cómo él recogió cada fragmento con mucho cuidado”, es como si este hombre reparara no solo una la figura, sino su propio corazón, porque esos trozos restaurados simbolizan el amor que sobrevivió al tiempo y la distancia.
Leónidas nunca olvidó a María Rocío. Aunque tuvo hijos, nunca se casó. En su último intento por recuperarla, le propuso matrimonio, pero ella permaneció firme en su vocación. «Siempre fue respetuoso y cariñoso. Me decía: ‘Mamita, te quiero tanto que te cambio por mi madre’, y eso me enamoró», confiesa, mientras con sus manos surcadas por los caminos del tiempo, esas manos, que una vez acariciaron la juventud y sembraron sueños, ahora sostienen con ternura dos fotografías desgastadas por los años, que evocan esos momento maravillosos.
El recuerdo como un acto de fe
En 1991, Leónidas falleció, pronunciando el nombre de María Rocío en sus últimos momentos. Según un familiar, en su agonía, de sus labios solo salió un susurro de su voz para pronunciar el amor que marcó su vida. Años antes, había construido una casa en Manizales, diseñada según los sueños que María Rocío le había compartido.
Décadas después, el destino llevó a María Rocío a esa casa. Durante una visita a Manizales, un cuñado de Leónidas la reconoció y la llevó al hogar que él había edificado para ella. «Estaba en una esquina llena de rosales, como siempre la imaginé” relató. Es como si Leónidas nunca hubiera dejado de soñar con la mujer que llevaría al altar.
Aunque María Rocío ya no viste los hábitos, sigue siendo fiel a su vocación espiritual. Para ella, el amor que compartió con Leónidas es un reflejo de la divinidad, porque recordarlo es un acto de fe, ya que el amor humano y puro, con todas sus fracturas, es lo más cercano que tenemos a la presencia de Dios.